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jueves, 29 de junio de 2017

Lo que aprendí de La vida de Calabacín



«Desde que era muy pequeño he deseado matar al cielo a causa de mamá, que suele decirme:
- El cielo, Calabacín mío, es grande para recordarnos que no somos gran cosa bajo su capa. 
»La vida se parece, en peor, a todo ese gris del cielo, con su porquería de nubes que solo mean desgracias.  
»Todos los hombres tienen la cabeza en las nubes. Que se queden allí, pues, como el estúpido de tu padre, que se fue a dar la vuelta al mundo con una pelandusca más puta que las gallinas».

Así de contundente comienza el libro de Gilles Paris, en el que está inspirada la película animada de Claude Barras. Quizá el lector/espectador despistado creyó estar ante un retrato dulce y complaciente de la infancia, pero sus expectativas se van al traste desde el primer párrafo/fotograma, lo cual no restará en absoluto -si tiene paciencia y se abre emocionalmente a la trama- descubrir que ante lo que está no era tampoco un relato descarnado de la infancia de extrarradio, sino un viaje no tanto a la vida adulta cuanto a la esperanza de hacer de las ruinas vitales una oportunidad para crecer, todo ello gracias a la amistad como inestimable garantía. Bajo esa máscara de crudeza, La vida de Calabacín expira una bocanada de optimismo, saca de donde no lo hay razones para estar vivo. Te obliga como lector/espectador a despegar las escamas de esa realidad y empatizar sin red con la mirada de los niños del hogar de acogida.

Durante la lectura del libro y el visionado de la película no pude evitar evocar en esa mirada de los niños ecos reconocibles de la vida de algunos de mis alumnos de ESO, también a su modo heridos por una realidad que les expulsa tanto de la felicidad que enlatan para nosotros los medios de comunicación como de aquella otra que es necesaria para tener aquello que llamamos una vida digna. Así, por arte de magia, por el poder que tiene la empatía, Calabacín, Ahmed, Camile, Jujube... se convirtieron en Ismael, Saúl, Ana, Jose Antonio, Manu, Sandra... Son ellos quienes toman la voz, quienes reclaman para sí ese espacio utópico en el que ser queridos, donde se crea en ellos. Un lugar donde, como sugiere el final del libro, ya no tengas "ganas de matar el cielo". 

En el fondo, mi centro educativo es para muchos alumnos un hogar de acogida, un lugar del que reclaman más que conocimientos, estima, y desde esa estima ser capaces de recalibrar su esperanza, poner en peso su ilusión, imaginar un futuro.  



Yo mismo me reconozco en esos niños. No fui en Primaria un buen alumno, tampoco disruptivo; simplemente no estaba, era de esos niños metidos para adentro, en su mundo, ajenos al deber impuesto, sordos a la voluntad del maestro. La vida más allá de la escuela, las contingencias cotidianas, pesaban más en mí que la agenda escolar; las heridas emocionales se colaban en mi voluntad. Mi libro de escolaridad está teñido de rojo -con esa metáfora cromática se ilustraba el error en aquellos tiempos (¡tan lejos, tan cerca!)-, rojo hemorrágico. Confesaban a mi madre los maestros de entonces: ¡No sacará usted nada de este chico! 



Años después también yo, como Calabacín, encontraría mi hogar de acogida (metafórico); un espacio en el que ser estimado abriría el cielo para mí. Algunos compañeros de trabajo no se creen que fuera un mal estudiante en Primaria; presuponen que las virtudes siempre son por derecho propio herencia del esfuerzo merecido y no de otros factores más imponderables. Quizá por ello no veamos en nuestros propios alumnos el potencial que atesoran, especialmente cuando los hechos desaprueban nuestra esperanza de que puedan llegar a ser mejores. 

Pesa más en nuestra forma de mirar a nuestros alumnos nuestra biografía emocional que nuestra mochila formativa. El niño que fuimos y el adulto en el que lo convertimos dicta nuestra forma de enseñar, alienta expectativas en nuestros alumnos tanto como puede condenarlas al olvido. La forma de relacionarnos con nuestros alumnos determina en gran parte la calidad del aprendizaje y dice mucho de nosotros mismos. Un profesor sin habilidades sociales no es más que una piedra con ojos. Últimamente se habla mucho de que el docente debe ser un mero coacher o facilitador; si esto significa que su rol emocional dentro del aula desaparece para convertirse en un entrenador imparcial, expendedor de instrucciones, estaremos haciendo más daño que bien no solo al proceso de aprendizaje, también al desarrollo personal de nuestros alumnos. Tan insuficiente es entender el rol del docente como biblioteca andante que como personal trainer. El factor humano se diluye en la fría materia del dato o en la mecánica asepsia del proceso.

Mi amiga Patricia Cabrejas y su equipo de conspiradoras dedicaron su último encuentro educativo -¡qué pena no haber podido asistir!- a reflexionar juntas acerca del concepto de cuidado, una categoría al parecer alérgica al proceso de enseñanza, pero -si miramos con atención, si nos abrimos a su profundo significado- esencial no solo para ayudar a que nuestros alumnos sean adultos seguros de sí mismos y generosos, sino también curiosos y creativos. El cuidado a menudo se asocia negativamente en nuestro mundo profesional con la dependencia y no como cualidad principal de una relación sana entre docentes, entre alumnos, entre docentes y alumnos... entre toda la comunidad educativa; como una condición sine qua non para que exista una verdadera inclusión en nuestros centros, sin dejar a nadie fuera. No solo eso, haciendo del diferente nuestra más urgente prioridad; no integrándolo a él en la normalidad, sino acercando al resto a su diferencia. 

Os invito a redibujar a vuestros alumnos, actualizar la mirada que tenéis de ellos. Al inicio de este post he compartido un garabato con este mismo dibujo de abajo, pero en versión libre, listo para colorear y dejar hablar a los personajes. ¿Qué os dirían si pudieran opinar? Sirva de metáfora para la reflexión o para utilizarlo en el aula. Todo vuestro. Lo podéis descargar a mayor calidad aquí.


Fotograma de la película

Mi versión coloreada (descarga)